Los segundos antes de que suene la alarma son los mas largos del universo, cada uno marcando una cuenta regresiva hacia un sonido irritante al cual eventualmente me acostumbre. Ya estoy adecuado a esta pequeña rutina., a despertarme con los primeros ruidos del día, con los pitidos de los autos, con los gritos y conversaciones casuales en el pasillo, con el sonido del televisor de los vecinos de al lado. Miro a mi izquierda y allí está mi estúpido reloj de mesa -un antiguo regalo de cumpleaños- que alguna vez mire con complacencia ahora es la mira de mi desdén. Veinte segundos, en estos momentos de oscuridad desvaneciente miro a las paredes de mi cuarto, hace mucho ya arranque los posters de superhéroes y cuadros impresionistas que mi novia en su momento llamó “infantiles” y ahora solo veo la pared blanca, vacía y aburrida, llena de pequeños defectos. Quince segundos, me acomodo una última vez en mi cama, las almohadas nunca se ajustan bien a mi cuello, pero por alguna razón siempre antes de despertar se sienten como lo más suave y cómodo del mundo, desde mi cama veo el brillo del sol intentar atravesar las persianas, un destello tenue amarillo que trepa lentamente y se mete en mi cuarto. Diez segundos, cierro los ojos con fuerza intentando recordar lo que sea que estaba soñando antes de despertarme, a veces tengo sueños ligeramente lindos -si se pueden decir de esa manera- sueños de otros lugares u otros universos; anoche no recuerdo bien que sueño tuve, pero creo que era acerca de un castillo o un palacio en medio del bosque donde vivían criaturas místicas que se encontraban con los romanos e intentaban hallar la paz pero algo pasaba que evitaba que… Menos dos segundos, la alarma suena y suena hasta que de manera renuente la apago con rabia.
Exactamente igual que los otros días, salgo de mi casa a coger el metro. Mientras camino hacia la estación, miro a mi alrededor y por todas partes veo suciedad y tonos grises, grandes y horribles edificios sin sentido se alzan en la acera y en la calle interminables trancones continúan hasta más allá del horizonte. No veo a nadie más caminando, ni disfrutando un paseo. Siento que soy la última persona en este planeta.
Al subirme al metro por fin veo a otras personas, todas con caras indiferentes que me recuerdan a robots programados para sentir el mínimo de empatía, que al mirarlas a los ojos apenas si hacen una incomoda sonrisa. Estamos atrapados en esta lata de sardinas por los siguientes 45 minutos o quizá una hora, en cada estación se bajan dos o tres y suben veinte más, hasta que estamos aplastados contra las ventanas intentando respirar, suplicando por, aunque sea una brisa de aire fresco que jamás vendrá. A los robots no les importa esto, ya están programados para existir, trabajar, a veces comer y eventualmente morir; cualquier cambio en ese programa sería innecesario, ellos desde que nacieron se resignaron a aceptar términos y condiciones que nunca leyeron, miro sus caras y de nuevo veo indiferencia, no se porque me molesto en simpatizar con ellos.
Al final del viaje, llego al edificio donde trabajo, donde todo está milimétricamente calculado, las personas salen y entran por la puerta giratoria constantemente, no hay un momento de pausa, no hay un momento de descanso ¿y porque lo habría? ¿Quién se levantaría a decir que esto es injusto? La respuesta es nadie, ni siquiera yo. Así que hago fila en un mar de apatía, donde los robots ni se molestan en mirarte o saludarte, donde podría ser una mosca o un tigre de bengala y a nadie le importaría. Cruzo el umbral y entro al lobby de otro edificio gris que no merece la pena mencionar, cuyos únicos colores brillantes vienen de unos posters vintage de los ochenta ubicados lo más alto posible en las paredes, como si tuvieran miedo que alguien de verdad los leyera; con frases como “Tripzadmin: Para cuando la vida no tiene sentido”, “El suicidio es malo para la compañía, si no puedes más ¡hazlo en casa!”, “Solo un comunista no trabaja”, “Los sindicatos son un delito” e infinidad más que solo son el mínimo intento de recursos humanos de ser corporate friendly. Me enferman. Eventualmente tras hacer la larga fila, llegó a los ascensores que ni música tienen, solo mensajes retransmitidos para seguir trabajando, nadie sonríe acá, nadie dice nada, nadie hace algo fuera de lo común. Al llegar a mi cubículo me doy cuenta de que soy la última persona del planeta a la que le importa algo de lo que pasa con esta vida innecesaria y me doy cuenta de que yo tampoco haría algo para cambiarla.
Tras diez largas horas de trabajo, atrapado en mi cubículo de 2×2; suena la alarma, la que señala el fin de este turno y el inicio del siguiente. No solo somos nosotros los atrapados en este ciclo laboral, sino los demás que recién entran, que como yo despertaron de sus sueños de colores a un mundo gris que los saluda con la misma apatía que me recibe a mí. Simplemente apago mi computador, dejo mi café en la basura y antes de irme dejo un pequeño post-it en la mesa: “Tu puedes!”, fue algo que garabatee en menos de un segundo y que dejo para mi reemplazo nocturno, no se quien sea, alto o pequeño, chica o chico, pero las notas que a veces me deja me reconfortan, entonces le devuelvo el favor, es la única pizca de humanidad que veo en el día. Salgo del cubículo y hago la larga fila hacia los ascensores, las caras antes indiferentes ahora también están cansadas, recuerdo en ocasiones los momentos en los cuales fui feliz, y recuerdo siempre el día de mi grado, cuando me mintieron al decir que todos mis sueños se cumplirían, que conseguiría el mejor trabajo de todos y que tendría todo el dinero del mundo para comprar la felicidad. Si tan solo hubiera sabido la verdad no hubiera lanzado tan alto mi birrete.
Salgo finalmente a la sucia calle. Esta noche es viernes y todos los robots salen a bailar, celebrar cosas vanas y pretender ser felices a través de drogas y alcohol, contentos con el polvo ocasional que esperan reemplace ese amor frugal que nunca han obtenido o que quizás perdieron. En alguna otra época yo también tuve un amor, el cual me llenaba en todos los sentidos hasta que no pudo llenarme más y se terminó desinflando. Mis errores causaron que se fuera, errores básicos que lentamente llenaron la copa de nuestra relación hasta que ella se fue. En estos momentos de desilusión y tristeza la extraño y entro a un bar a ahogar mis penas. El reloj de la medianoche suena y entre copa y copa ya me he perdido entre mis pensamientos, a mi alrededor en este bar de mala muerte solo melancolías y malas decisiones quedan, así que decido salir, pero afuera solo veo a robots que en su resaca se quejan y se tumban al suelo. Mientras tomo el tren a la casa me doy cuenta cómo las personas sin sueños, sin amor, sin algún deseo que valga la pena terminan pensando y haciendo labores mecánicamente sin lugar para algo más que no sea dinero o trabajo. Y finalmente llego a esta horrible conclusión:
Quizás yo también sea un robot.